Un Corpus Christi europeo, teñido de raíces
medievales llega a la América. De Europa trajo consigo una carga de
elementos y figuras cuyas raíces remiten a épocas anteriores al
cristianismo, pero útiles para recordar al pueblo de cómo el mal
y los pecados habían sido vencidos por la cruz. Cortejos de gigantes,
tarascas y diablitos huían en apariencia del Santísimo Sacramento
de la Eucaristía. A dragones serpenteados que simbolizaban el
vencimiento del mal se le unían en la procesión órdenes
militares, representantes de instituciones civiles y las cofradías de
diferentes gremios con sus estandartes que los identificaba. Las calles se
vestían de lujo para dejar pasar el cortejo y en las esquinas se
erigían altares para que la custodia reposara.
En la Provincia de Venezuela debió pasar tiempo para que la fiesta
tomara el esplendor que merecía; era el tiempo necesario para que los
vecinos acumularan suficiente dinero y todo pudiera hacerse como era
costumbre en España. Comedias o pasos de figuras mudas eran
representadas, en 1619, para el regocijo de los vecinos, junto a danzas de
muchachas mulatas e indias de repartimiento. La participación femenina
con sus danzas se mantuvo hasta que en 1687, el Obispo Diego de Baños
Sotomayor prohibió su presencia en las "Constituciones Sinodales del
Obispado de Venezuela." Sintió este obispo, que las danzas de Mulatas,
Negras e Indias perturbaba e inquietaba la devoción. Fe y
devoción fueron reglamentadas por las Sinodales. Curas doctrineros y
párrocos se esmeraron en crear Cofradías del Santísimo
Sacramento en sus respectivos pueblos y parroquias para agrupar almas devotas,
y, mientras recurrían al Rey, pedían licencia a su
Señoría Ilustrísima el Obispo para que sus devotos
suplicantes pudieran congregarse y vestir la túnica de color encarnado
con su cuellecillo blanco, vulgarmente llamada OPA, y medalla a semejanza de la
que usaban las cofradías de la capital.
Nuestros diablos danzantes mantienen hoy en día esta fe y costumbre de
asociarse en cofradías o hermandades, con sus reglamentos propios, sus
creencias, sus ritos y su música, con sus trajes coloreados la
mayoría de los casos, con sus africanías y sincretismos presentes
que no pudieron ser constreñidos por el ordenamiento de las Sinodales.
La memoria y la historia acumulada a lo largo de su trabajo esclavo en las
plantaciones aflora con lucidez en los Diablos de Chuao, Ocumare y Yare. Otras
historias más recientes se reinscriben en los diablos de Turiamo y
Naiguatá. En los primeros la territorialidad perdida, en los segundos la
proximidad a los procesos urbanizadores.